Por Josep Borrell Fontelles
Una relación de amistad funciona si hay memoria, confianza y planes compartidos de futuro. Una amistad perdura si logra superar crisis y contratiempos. Decimos a menudo que la UE y América Latina y el Caribe comparten valores, historia, cultura, idiomas y profundos vínculos políticos, económicos y familiares. Es verdad, pero no podemos vivir del pasado.
En este momento de inflexión geopolítica en el que lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer, todos debemos recalibrar nuestra brújula estratégica, identificando peligros y amenazas, pero también socios y oportunidades. Y aunque el instinto nos incita a retraernos, debemos evitarlo porque en el mundo hiperconectado de hoy, no existen oasis donde esconderse. Las ondas expansivas de la pandemia, crisis económica y guerra de agresión de Rusia contra Ucrania nos alcanzan a todos.
La relación es positiva y, tal vez por eso, nos hemos dormido en los laureles. Toca despertar. Reconocemos que América Latina y el Caribe no han recibido la atención estratégica que merecen por nuestra parte y proponemos una profundización de nuestras relaciones en términos de intensidad y volumen – es decir, cuantitativos – pero también en términos cualitativos, con nuevos acuerdos y alianzas, adaptando el enfoque a los nuevos desafíos. Por supuesto, es algo que requiere del concurso no solo de gobiernos e instituciones, sino de la sociedad civil, empresarios, estudiantes, universidades, científicos y creadores. Los más de 230 millones de jóvenes a ambos lados del Atlántico tienen mucho que decir.
Por eso es tan importante la primera ministerial birregional desde 2018 entre los ministros de exteriores de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y de la Unión Europea que presidiré junto a nuestro anfitrión argentino el próximo 27 de Octubre. Tenemos que dialogar más. Reflexionar juntos. Escucharnos. Identificar y aceptar divergencias, pero sobre todo construir una agenda positiva para relanzar nuestra asociación. En Buenos Aires tenemos una agenda muy amplia, pero quiero destacar tres razones fundamentales para cooperar más y mejor.
Primero, promover la paz a través de un orden multilateral basado en reglas más justo e incluyente. Hemos condenado juntos, por una gran mayoría, la injustificada e ilegal invasión rusa de Ucrania y su terrible coste humano. Juntos hemos exigido el respeto de los principios del derecho internacional que América Latina contribuyó a crear, como el respeto a la integridad territorial y la soberanía de los estados. En un momento en el que se invaden y anexan territorios de otro estado, y se amenaza abiertamente con el uso de armas nucleares, la voz de América Latina y el Caribe como región que defiende una visión pluralista – y antimperialista – de la comunidad internacional, y que desde 1969, gracias al Tratado de Tlatelolco, proscribe las armas nucleares, debe ser escuchada. Por supuesto, paz y democracia van de la mano. Si queremos vencer la amenaza autocrática y mejorar nuestras democracias como espacio de libertad y justicia, solo podemos hacerlo juntos.
Segundo, necesitamos una agenda común para hacer frente a los tres grandes desafíos del siglo XXI: el cambio climático, la revolución digital y la cohesión social. El mundo que viene será más dividido, fragmentado y multipolar, con un paso atrás en la globalización económica. Urge trabajar juntos en este nuevo escenario geopolítico para hacer frente a los problemas globales de alimentos, energía y deuda, agudizados por la guerra. Podemos y debemos hacerlo porque tenemos intereses concurrentes. Como respuesta a la pandemia y las consecuencias de la guerra, en las dos orillas del Atlántico queremos reforzar nuestra(s) autonomía(s), evitando dependencias forzosas y aumentando nuestra resiliencia económica. Pero autonomía no significa aislamiento. Autonomía requiere cooperación y socios confiables para alcanzar acuerdos, compartir experiencias y tecnología, regular nuevos mercados, innovar e investigar, conectar infraestructuras seguras como el gran cable digital transatlántico Bella o la red de satélites Copernicus, y diversificar cadenas globales de valor más resilientes y comprometidas con estándares sociales y medioambientales avanzados.
América Latina y el Caribe es una potencia mundial en biodiversidad, energías renovables, producción agrícola y materias primas estratégicas que quiere aprovechar las nuevas transiciones para industrializar sectores clave y agregar valor a su capacidad productiva. Quiere crecer, pero con mayor igualdad y sostenibilidad. Europa tiene capacidad tecnológica y de inversión y también necesita alianzas con socios confiables para diversificar sus cadenas de suministros.
El desafío es, por tanto, modernizar y estrechar lazos, no dependencias, situando a las personas en el centro de esa triple transición ecológica y digital, pero también social. Si no reducimos desigualdades, nuestros ciudadanos darán la espalda a los cambios. A fin de cuentas, nuestras democracias, aquí y allá, como me recordó recientemente un colega ministro latinoamericano, hacen suya la máxima de Cicerón: Salus populi suprema lex. La salud y bienestar del pueblo es la ley suprema.
Tercero, en un mundo de gigantes, el tamaño importa. Juntos representamos un tercio de las Naciones Unidas. La UE ha crecido a golpe de crisis, y la guerra de Putin nos ha recordado que la escala, y por tanto la unidad, son indispensables para sobrevivir. También aprecio que cada vez son más los líderes latinoamericanos y caribeños que apelan a la necesidad de una voz regional más fuerte y unida. La integración latinoamericana es una gran promesa por cumplir que no nos corresponde a los europeos resolver, pero sí apoyar. En la construcción del orden multilateral del futuro, nuestras organizaciones regionales deben jugar un papel clave.
Retomamos el camino en Buenos Aires para revitalizar nuestra amistad y lo hacemos con memoria, confianza y planes de futuro.