La comunidad sureña de Padre Las Casas está en pie de lucha desde hace días porque le han malogrado una de sus sonrisas. Nayeli se llamaba y vivía en uno de los barrios altos –que es además, uno de los barrios pobres- de esa localidad.
Los hechos sucedieron así: Nayeli, la más pequeña de los cinco hijos del matrimonio Rivera Delgado, salió de su casa rumbo al colmado de la esquina y no volvió más. Dada la alerta de la desaparición de la niña por sus familiares, el pueblo de Padre Las Casas, organizado en múltiples brigadas, se tiró a las calles a buscarla. Rastreó la localidad de un confín a otro, fue a los hospitales, fue al cuartel de la Policía, miró en los callejones y miró en los caminos, pero no tuvo éxito en la búsqueda.
En el momento más alto de la desesperación, el pastor de una iglesia del pueblo salió como un alma en pena a recorrer las calles con un megáfono en la mano pronunciando el nombre de la niña a los cuatro vientos, con la secreta esperanza de que ella respondiera al llamado y que todo Padre Las Casas retornara a la normalidad. Pero todo lo que encontró a su paso esa noche -la noche más triste de los tiempos- fue silencio.
El pasado domingo 12 de diciembre, con las primeras luces del día, un hombre que iba hacia el lugar donde atiende sus animales encontró en su camino, enredado entre los matorrales, el cadáver de la niña.
Nayeli fue violada y asesinada y su muerte ha pesado más que la cadena de montañas de su tierra y ha conmocionado hasta el delirio al pueblo que la vio sonreir durante sus ocho años de vida. Desde aquel domingo siniestro en Padre Las Casas no se habla más que de la niña muerta.
Antes de que asesinaran a Nayeli, Padre Las Casas ha tenido la tranquilidad de los pueblos que miran a la montaña. Por sus calles y caminos va siempre un río de gente que anda jarda arriba y jarda abajo saludando a todo aquel que se cruza en su camino. Y esa tranquilidad, junto a la vocación de paz de sus pobladores, ha sido su orgullo y ha sido su más caro tesoro.
Lo único que perturba la tranquilidad de los padrecasenses, en especial de aquellos que viven en las estribaciones de la cordillera, es la crecida de los ríos durante la estación de las lluvias.
Hoy que ha muerto una niña, en un episodio que no tiene precedentes en esa comunidad, sus moradores están sobrecogidos porque piensan que terminó el tiempo de la tranquilidad y empezó el tiempo de los tártaros.
En medio de su dolor, el pueblo de Padre Las Casas lo único que necesita es que se haga justicia. El lunes 20 de diciembre, en la mañana, la comunidad realizó una marcha para hacer sentir ese anhelo. El pueblo tomó las calles para acompañar a los parientes de la víctima en su reclamo de justicia y, en una marcha multitudinaria, fue cuadra por cuadra y oficina por oficina pronunciando en voz alta el nombre de Nayeli.
Al final de la jornada, el reclamo de justicia se llenó de luz. Se encendieron velas en todo el pueblo, mientras la noche seguía su paso con ese silencio adolorido que aprendieron de golpe, en una sola mañana, los habitantes de Padre Las Casas. Más claro de ahí no puede expresarse un pueblo.
Ahora, lo demás depende de las autoridades judiciales. Por alguna razón la comunidad no cree en la Fiscalía y sospecha, con ese fino olfato con que ha aprendido a dudar de los funcionarios, que están protegiendo a alguien. Tras el asesinato de Nayeli fueron arrestados trece sospechosos. Tras la depuración solo quedó uno, que fue recluido en la cárcel de Azua.
Según los informes, el detenido sufre de problemas mentales. Si está habilitado para secuestrar una niña, cometer un crimen tan horrendo y, sin compañía de nadie, guardar el cadáver en unos matorrales e irse silbando como si nada hubiera sucedido, es cosa que los moradores de la comunidad aun no se deciden a creer.
Nayeli está muerta. Solo hay que ver su fotografía para darse cuenta de la luz que se ha perdido y ponderar el tamaño de su ausencia.
Nayeli era el nombre de una sonrisa y era el nombre de una esperanza. Nayeli era la alegría de una familia y la ilusión de un lugar. Hoy Nayeli, víctima de la violencia ciega de este tiempo, es el nombre de un símbolo y de un reclamo, el nombre de un grito desesperado. Ojalá que Nayeli no termine, como muchas otras, siendo el símbolo amargo de la impunidad.