Si los decretos de la discordia autorizados por el presidente Danilo Medina tenían como objetivo la distracción, habría que colegir que fue un éxito total y que los diseñadores del plan brindaron y rieron a boca llena.
Esto suele suceder. El poder es capaz de recurrir a cualquier artimaña con tal de permanecer incólume ante lo que considere una amenaza real o potencial. Y de eso siempre se cuida el Gobierno, aquí y en todas partes del mundo.
De ser así, el golpe de efecto no se hizo esperar. El país entero viró su mirada para unos decretos que provocaron la irritación de un conglomerado social que exige mayor transparencia y manejo ético de sus servidores públicos, respeto a la institucionalidad y apego irrestricto al orden constitucional y jurídico.
Quienes conocen de la sagacidad política del primer mandatario, quizás no estén del todo convencidos de que fue un simple error el nombramiento de varias personas con historiales dudosos.
Danilo Medina fue siempre el estratega por excelencia del partido gobernante. De hecho, actor primario en el rompimiento del maleficio que hasta el 1996 mantuvo al PLD en la mazmorra de varias derrotas electorales consecutivas, desde aquel funesto golpe de Estado al profesor Juan Bosch, en el 1963.
No. Es absurdo que a un hombre como Danilo Medina, calculador por excelencia, le hayan cantado “capicúa 25” con una jugada franca y fácil de descifrar.
Las informaciones que maneja el hombre más importante de una nación les llegan por diferentes vías. Pues, los gobernantes se nutren no sólo de la activa labor de los organismos de seguridad, sino también de informes de gente muy bien enterada que ejercita sus métodos de caliesaje al mejor estilo de la inolvidable era de Trujillo y su discípulo aventajado, Joaquín Balaguer.
Contarles cosas a los presidentes es incluso una cultura hereditaria que nace con la existencia misma de los Estados. Es, para muchos, la manera más idónea de conseguir favores y bienestar a contrapelo de reparaciones morales.
Pero de haber sido un error de humanos y no deliberado, entonces el impacto nocivo durará mucho rato en un ambiente social y político sobrecargado de chispas incendiarias. Un desliz estúpido que no se resuelve ni disuelve con jalones de orejas. Y tampoco con un ligero “yo no lo sabía”, que nada disculpa.
Los yerros básicos casi siempre son imperdonables, porque no admiten justificación lógica. Y son menos digeribles para un presidente con fama de leerlo todo, contar hasta las palabras que utiliza para hablar en público, y que presume a brazo partido de la eficiencia de su equipo de trabajo.